Experiencias con María de Adorna.
Cuando me leáis, me envidiareis. Sí, como os lo cuento. Y es que yo conocí a María de Adorna en el hospital. Y diréis, ¿y por qué vamos a envidiarte por una cosa así? Y yo tendré que responderos: me habéis entendido mal. Ni ella ni yo nos estábamos muriendo. Más bien, todo lo contrario: fue el primer día que vi el mundo. ¿A qué ya entendéis mejor? Tengo la suerte de estar con esta mujer desde que nací.
Me han contado muchas cosas sobre ese día, porque obviamente, yo no lo recuerdo. Me han dicho que no había bebé más feo que yo, que los médicos se asustaron de lo blanca que era, que parecía Casper… Lo que más le gusta contarme a esta mujer tan especial sobre mi venida al mundo, es lo impresionada que quedó cuando la miré por primera vez a los ojos: unos ojos grandes y azules en los que vio reflejado a mi abuelo.
Mi suerte no acaba ahí: me pasé la infancia entre las casas de mis dos abuelas. Ellas se turnaban para recogerme del cole. Todavía recuerdo los arañazos de ese gato siamés oportunista que, a pesar de todo, tenía su corazoncito. En el colegio fui tan odiada como amada gracias a ella, porque María de Adorna era la encargada de montar las obras de teatro y todo el mundo quería participar, pero mi clase siempre tenía preferencia. Ya veis. La diva del patio. Glamour en estado puro.
Mis experiencias no acaban ahí. Tengo el placer de convivir con ella un mes o dos todos los años, en la mejor época: el verano. Noches y noches sentadas en el porche hablando sin parar. Recuerdo una vez de pequeña, cuando aún no entendía del todo qué era exactamente una abuela, como mis amigos me contaban que las suyas se pasaban el día sentadas y que les dolían los huesos, las articulaciones… y yo me quedaba muy sorprendida, porque esa misma noche mi abuela había cogido mi comba y se había puesto a saltar. Años más tarde lo entendí: mi abuela no es sólo una abuela, es María Muñoz.
Esta mujer me ha enseñado muchas cosas. Una parte de lo que soy hoy es porque tengo una María en miniatura sobre mi hombro aconsejándome. Gracias a ella sé que no debo dejarme achantar nunca y que la soberbia no es una enemiga si sabes controlarla. Me ha enseñado a ser compasiva siempre, incluso con los más crueles, porque la compasión y la solidaridad son las únicas armas que realmente arreglan algo. Pero también aprendí gracias a ella a tener en cuenta que ser compasivo no significa dejarse manipular por el primer idiota que llegue. A veces hay que cortar, dar un grito y decir NO. También hoy tengo el privilegio de saber gracias a ella que la fe es un modo de vida, que va más allá de creer en un Dios u otro, o de seguir todos sus preceptos: Basta con AMAR incondicionalmente y dar siempre lo mejor de uno mismo. También he visto que a pesar de lo que nos cuentan, ser feliz es una opción que siempre está para nosotros y nadie ni nada puede quitárnosla. Por mal que vayan las cosas, por doloroso que sea el pasado, se puede seguir sonriendo.
Así que, por todo esto, aquí estoy ahora mismo, revolviéndome la cabeza para expresar con palabras una magia que no puede contarse, sólo sentirse. Que la quiero, que la admiro, que no hay nada que me enorgullezca más que ese “eres clavada a tu abuela” cuando saco mi genio y mi mala leche. Un beso, abuela. Atentamente, la última representante femenina de tu genética en llegar al mundo.
Nadia
Junio 2014
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