Un día, hace mucho tiempo
Tendría unos
ocho o nueve años cuando me escogieron para hacer un papel de pastora en la
función de Navidad de mi colegio. ¡Qué felicidad! Iba a ser protagonista.
Bueno, no me tocó la Virgen, que era lo que todas queríamos. Ni San José
(¡menos mal!). Pero una pastorcita con una frase, era genial.
Estudié mi texto con entusiasmo. Ya no lo recuerdo, pero me lo sabía a la
perfección. El día de la obra, mi madre me preparó una blusa blanca, una falda
en tonos marrones, un pañuelo que me cubría la cabeza y la toquilla marrón de
mi abuela (que siempre conservaré). El escenario era el patio del colegio. Preparaban
un Belén viviente, menos el niño que era un muñeco, y los animales que no
estaban permitidos. Vamos, que solo posaban la Virgen y San José, delante de los
cuales íbamos pasando todos los demás personajes y hacíamos nuestras ofrendas.
Un empujoncito de la directora de la obra, una señora que dedicaba gran parte
de su tiempo en colaborar con el colegio, me indicó que era mi momento. Con
paso decidido me situé frente al pesebre. De medio lado, para no dar la espalda
al público. Y comencé mi parlamento. En la tercera palabra aproximadamente,
miré a la gente ¡terrible error!, se me olvidaron las tres palabras restantes.
Mi mente quedó en blanco. Un silencio perturbador se apoderó del patio del
recreo. Hasta los más pequeños se callaron, ¡que ya era difícil! Y entonces hablé: “Un momento, que voy a empezar otra
vez”, dije. Pensé que ese día había acabado mi carrera de actriz. Me centré en
otras artes, como el baile de las funciones de fin de curso, y el coro de la
iglesia.
Seis o siete años después conocí a un grupo de gente que hacía teatro en
el colegio del barrio. Un día fui a uno de los ensayos. Me senté en una de las
sillas del salón de actos y miré. Disfruté muchísimo y me picó el gusanillo del
teatro. Pero, ¿cómo podría yo formar parte de aquello? Tenía ante mí varios
problemas que solventar. El primero el miedo escénico. Enfrentarme al público
sin que se me olvidasen la mitad de las palabras. ¡Encontré la solución! La
obra que preparaban tenía un pequeño papel de una mendiga que pedía algo de
comer. Una frase, ¡perfecto para mí! El
segundo problema era María. Allí, en medio de aquella pandilla de amotinados estaba
María. Daba órdenes a diestro y siniestro, como un general en campaña.
Impresionaba. ¿Cómo acercarme y pedirle el papel? Sin contar con el hecho de
que yo sabía, que ella sabía, que tonteaba con su hijo. Solo pensar en acercarme y hablar con ella hacía
que me subiesen los colores, y eso que yo nunca me ponía colorada.
Al final me armé de valor y se lo pedí. Creo que estuve una semana sin
dormir.
—María —la llamé.
—Dime —me contestó sin quitar ojo a los cafres del escenario.
—A mí me gustaría hacer la mendiga —dije un poco cortada. Ella me miró un
momento.
—¿Quieres hacer teatro? —me preguntó.
—Sí —le dije—. Un papelito pequeño, que hable poco.
—Vale. —Cogió unas fotocopias y me las pasó—. Sube al escenario y lee la
Magdalena.
Me quedé muerta. La Magdalena tenía más de una frase. Eso no era lo que yo
quería. Subí al escenario y leí el papel con los demás. Tenía la firme
intención de decirle que prefería hacer la mendiga. Pero como suele ocurrir con
mis firmes intenciones, no la cumplí. Hice el papel de la Magdalena, y algunos
más. Descubrí que no pasa nada si se te olvida alguna frase (Adorna fue un gran
maestro en ese aspecto).
María
y Adorna me ayudaron en ese momento a dar un paso hacia adelante. Han pasado
muchos años y he tenido que dar muchos pasos más para seguir avanzando. Por
suerte siempre he contado en mi vida con la fuerza de dos mujeres, para mí,
insustituibles: mi madre y María, mi otra madre.
Y como soy una egoísta, exijo que sigan a mi alrededor muchísimos años
más, porque todavía me quedan muchos escalones que subir.
¡Feliz Cumpleaños!
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